Pulga, hormiga, mariposa, abejorro, mosquito, el hombre es poca cosa ante el espacio infinito. Somos como nada. Imaginémonos una balanza gigantesca desplegada en medio de un inmenso páramo. La tierra no es más que una mota de polvo depositada en ella. Y nosotros, casi menos que nada.
El hombre, en su soberbia, espoleado por su locura, fue tentado por la antigua serpiente, quiso ser como Dios, lo cual estaba completamente fuera de su alcance. Esta loca aspiración causó nuestra ruina. Dios, sin embargo, se humilló a sí mismo haciéndose hombre, como uno de nosotros, para salvar a esta mísera criatura. Nos amó y estimó como si fuéramos algo, para que nosotros pudiéramos ascender de categoría, y subir en el escalafón, para estar con Él, acompañarle, y, en cierto modo, ser como Él por toda la eternidad.
Hasta tal punto se humilló Jesús en su amor por nosotros que cuando el alguacil le interpela dándole una bofetada, diciéndole: «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?», Jesús, al guardar silencio, revoca la misma pregunta al alguacil. Y aún va más lejos y se humilla al contestarle: «Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?» (Juan 18:22-23).
El alguacil representa a toda la humanidad y la bofetada que le da es la bofetada del mundo y de cada uno de los pecadores. Así nos muestra Dios la maravilla de su carácter. La humildad de Jesús es el colmo.